“Bienvenido a Uganda Curro ¿Qué tal estás? Imagino que agotado con tanto ajetreo viajero, pero menuda colección de experiencias que estás acumulando en tu odisea planetaria. ¿Y el jet lag? Bueno, eso mejor ni te pregunto”, le dijo Alfonso mientras se fundían en un abrazo.
“Así es Alfonso, cualquier cansancio se mitiga con todas las maravillas que estoy viendo y viviendo”, asintió Curro. “Pues me alegro porque has venido al país en el que vas a vivir algo indescriptible. Dicen que las experiencias viajeras son sensaciones, pues prepárate a disfrutar de un buen puñado de ellas. Y una de las más impactantes, te lo puedo asegurar, es la de tener delante a una familia de gorilas de montaña”.
El rostro de Curro expresaba todo lo vivido; con la tez curtida y ese tono bronceado de haber pasado mucho tiempo aquí y allá, y los ojos sabios, reflejo de la cantidad de conocimientos adquiridos en sus múltiples escalas viajeras. También denotaba cierto nerviosismo, pues Curro intuía que en Uganda iba a vivir cosas diferentes a lo experimentado hasta ahora en otros continentes e incluso en otros países africanos visitados.
Alfonso y Curro se alejaban del aeropuerto de Entebbe rumbo a la comodidad del hotel. “Te he reservado habitación en un pequeño lodge de Kampala, llegaremos en menos de una hora”, le comentó Alfonso. “La pena es que has aterrizado de noche, porque la vista del Lago Victoria desde el aire es impresionante y te da una idea muy buena de las dimensiones del mayor lago de África. Luis tenía razón. La reina Victoria perseguiría a Curro durante su siguiente viaje por África
“Pero bueno, ahora toca descansar que mañana tenemos un largo viaje hasta Kibale”. ¿Kibale? no me suena allí lo de los gorilas, preguntó Curro sorprendido. “Cierto, es una sorpresa para entrar en materia. Te va a encantar”, le aclaró Alfonso.
Al día siguiente ya estaban en la carretera cuando el sol comenzaba a despuntar. Tardarían unas 5-6 horas hasta el parque nacional del Bosque de Kibale. Con el paso de los kilómetros el paisaje iba sufriendo transformaciones: cultivos, zonas boscosas, humedales en los que crecía el papiro, colinas con campos de té, etc. De vez en cuando alguna población con las casas a ambos lados del asfalto, que suele hacer las veces de calle principal en muchas de las pequeñas poblaciones y aldeas africanas. Todo aderezado con la variedad cromática de los vestidos y pañuelos de las mujeres ugandesas y el constante ir y venir de vehículos repletos de plátanos. También de bicicletas con piñas de plátanos como alforjas que terminan por envolver todo el cuadro de la bici.
“Increíble lo de las bicicletas y los plátanos, Alfonso. No se cómo esta gente es capaz de dar pedales, ¡si no hay sitio ni para poner los pies!”, exclamaba Curro mientras dejaban atrás Fort Portal.
“Dentro de poco llegaremos al bosque de Kibale Curro, uno de los mejores enclaves para ver chimpancés salvajes. ¿No te lo esperabas, eh? Tranquilo, suele pasarle a todo el mundo que viene a Uganda. Vienen con la mente puesta en los gorilas y se olvidan de sus primos, de nuestros primos. Te va a sorprender. Kibale es un salto en el tiempo, un bosque diferente y el hogar de ¡14 especies de primates! Pero la caminata hay que hacerla mañana muy temprano, que es cuando nos han dado el permiso de acceso. Por eso te pedí que me enviaras una copia de tu pasaporte, para los gorilas pero también para los chimpancés. Aquí está todo muy controlado, y mejor que así sea. Muy cerca del Chimp’s Nest, donde vamos a dormir, está el humedal de Bigodi, un sitio magnífico para estirar las piernas esta tarde después de tanto coche. En Bigodi no vamos a ver chimpancés pero si infinidad de aves y, con suerte, al gran Turaco Azul. Un ave espectacular.
“Pues no se hable más Alfonso, pajaritos multicolores y chimpancés”, espetó emocionado Curro.
Un par de días después Curro y Alfonso se abrían paso con el coche por las pistas arcillosas de las montañas de Bwindi. “¡Cuanta razón tenías, Alfonso!”, comentó Curro. “Lo de caminar por el bosque siguiendo el rastro de los chimpancés y llegar a tenerlos tan cerca es algo que no hubiera imaginado. Menuda maravilla. Y cuando la madre con la cría bajaron del árbol y se nos pusieron a dos metros. ¡Dos metros!, madre mía. Lo pienso y se me dispara otra vez la adrenalina”, recordaba Curro invadido aún por el nerviosismo.
El paisaje que tenían ahora delante era de nuevo diferente. Nada que ver con la sabana de Queen Elizabeth que habían dejado atrás para comenzar a adentrarse en la altas montañas volcánicas del suroeste del país, muy cerca de la frontera con Ruanda y la República Democrática del Congo.
“En el parque nacional Bwindi viven casi la mitad de los gorilas de montaña existentes en el mundo pero solo algunas familias pueden ser visitadas a través del ecoturismo Curro y nos ha tocado el grupo Mishaya, que vive en la selva más meridional de Bwindi”, le informó Alfonso. “Normalmente no es de los grupos que más hay que caminar para encontrar, pero hay que encontrarlos y eso no está garantizado. Antes que nosotros saldrán un par de rastreadores en su busca. Son los encargados de dar con ellos y comunicar por radio a nuestro guía la posición. Sería imposible si no abrirse paso sin rumbo fijo en el mar verde de este bosque impenetrable, oscuro, que es lo que significa Bwindi. Perderíamos demasiado tiempo rastreando y probablemente caería la noche sin llegar a verlos. Aprieta bien los puños para dormir rápido, Curro, que mañana promete ser emocionante”.
Aquella mañana inolvidable para Curro las montañas de Bwindi amanecieron envueltas por la niebla. El espíritu de Dian Fossey parecía querer ambientar el día a nuestros protagonistas para ver sus gorilas en la niebla. Aunque a ratos, no cesaba de llover. A las 8 h. estaban en el centro de recepción, puntuales para acreditarse y recibir el briefing de la actividad, previo al comienzo de la caminata.
Tras una hora y media de marcha y varias comunicaciones por radio, finalmente salta la noticia más esperada: ¡han encontrado a los gorilas! A medida que el mensaje se comunica de la cabeza a la cola del pequeño grupo, las caras de felicidad y nervios son más que evidentes. Una hora más tarde, después de avanzar en fila india abriéndose paso literalmente entre la vegetación, llegan por fin junto a los rastreadores, muy cerca la posición de los gorilas, que permanecían aún fuera de la vista de los recién llegados. El guía les indica que hay que dejar en el suelo mochilas, bastones, agua; todo excepto la cámara mientras les recuerda cómo comportarse: “no se puede comer ni beber delante de los gorilas. No aguantar la mirada del macho dominante. No realizar movimientos bruscos ni hablar alto. Si el macho se acercara a alguien del grupo (cosa muy poco probable), hay que agacharse sin mirarle a los ojos y coger hojas y ramas del suelo para fingir comer en actitud de sumisión. Recordad que no se puede usar flash y que a partir de este momento el contacto con los gorilas es de 1 hora y no podéis acercaros a menos de 8 metros”.
Justo cuando dejan las últimas mochilas en el suelo, la niebla desaparece para dar paso a un sol espléndido. Ni en el mejor de los sueños. Los gorilas necesitan también las vitaminas del astro rey, así que después de un par de días de lluvia, el macho dominante, un macho joven y una hembra con un bebé -cuatro de los doce gorilas que forman la familia Mishaya-, salen a una zona abierta del bosque y no dudan en tumbarse a comer y tomar el sol. Cuando Alfonso gira la cabeza para preguntar con la mirada a Curro qué tal está, comprueba como de los ojos vidriosos de su amigo ya se ha escapado alguna lágrima que resbala por su mejilla en forma de respuesta. Lo que sigue es fácil de imaginar. O quizá no. Hay que vivirlo.
El abrazo de despedida en el aeropuerto fue intenso, sincero, reflejo de la mirada ambarina, casi humana, que el gran gorila espalda plateada había cruzado con los ojos de Curro en el corazón del bosque impenetrable. Un recuerdo que acompañará siempre a nuestro infatigable viajero, todavía en shock.
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