—Pero Curro, hombre, ¿qué te han hecho en Gambia que ya ni me reconoces?
El chico pestañeó unos segundos antes de abrir los labios en una sonrisa que hablaba de tiempos pasados. La vida parecía habérsele echado encima en sus andaduras y tenía los ojos más fatigados que la última vez que Luis había coincidido con él, pero de eso hacía muchas lunas. Las arrugas, en cualquier caso, eran para él símbolo de sabiduría y se alegró de que los caminos del mundo estuvieran haciendo madurar al bonachón de su amigo Curro, que siempre había andado tan metido en sí mismo antes de que aquel arrebato de Julio Verne le hubiera empujado a tomar más aviones en un mes que un azafato de vuelo.
—Menudo viaje, tío… me han pasado a business por primera vez y se me ha ido de las manos…
—¿Champagne?
—Y vino y cava y cerveza. Vaya tela. ¿Tú sabías que en primera tienes cubiertos de metal? ¡De metal!
Allí estaba Curro, en mitad del Aeropuerto Kenneth Kaunda de Lusaka, con las manos en alto, una resaca del quince y más abalorios colgando de su cuello que un árbol de navidad: un pañuelo de seda, un amuleto con letras grabadas, una tablilla que parecía japonesa.
—Pero ¿dónde vas con todo eso, alma de cántaro?
—Recuerdos de batalla, Luis, ya sabes, como buen guerrero.
—Déjate de guerras, anda, y súbete al coche, que mañana nos espera un trayecto largo y después de tanta burbuja tú no sabes ni en el día que vives, ¡calamidad!
Había a la salida un destartalado Peugeot blanco en el que se apoyaba Siame, conductor de ojos tan profundos como una poza. Luis señaló que el coche era su «caballo fiel para trotar por las carreteras agujereadas de Zambia» y, al sentarse dentro, Curro dio un alarido como si llevara lustros sin hacerlo.
—En Namibia aprendí que hay muchas Áfricas, me lo dijo mi amigo Paco, ¿le conoces?
—¡Qué va! Le admiro, pero no tengo el gusto… ojalá algún día podamos discutir de esto, porque le voy a tener que contradecir.
—¿Contradecir?
—Eso digo: ve desaprendiendo todo lo que sepas, algo esencial para entender todo esto. Porque, amigo Curro… África sólo hay una.
La mañana siguiente amaneció tan seca como todas las demás en Cairo Road, arteria principal de la desmadejada Lusaka, que no era más que una línea de asfalto agrietado y polvo rojo.
—Luis, mira, ¿son gallinas?
—Aquí todo se vende en las calles, Curro, todo y al mejor postor. En alguna esquina te puedes comprar un alma a buen precio, seguro. Y si no… regateas y listo. Venga, Siame, ¡vámonos!
El conductor esperaba tranquilo, con ojos brillantes y un café más largo que el cuello de una jirafa. En el horizonte: más de seis horas de carreteras hacia el sur, lenguas ennegrecidas y también polvorientas cortando como cuchillos las tierras yermas del país. Luis, maestro de la prudencia, prefirió omitir la escasez de gasolineras en el camino y la carencia de gasolina en muchas de ellas, por aquello de no avivar ansiedades.
—¡Seis horas! ¿No podíamos coger un avión?
—Hay que ver el mundo a pie de pavimento, Currito, que llevas más vuelos que un maharajá. Venga, cuéntame de tus viajes.
Le habían parecido muchas al joven viajero, pero las horas se le precipitaron con su verborrea incesante, narrando sus aventuras por el mundo, mientras Siame, desconectado de ambos pasajeros, pisaba el acelerador compitiendo con el viento.
—Y, entonces, allí donde vamos, es donde están las cataratas, ¿no?
—Las Cataratas Victoria, sí señor.
—La tal reina Victoria está por todos sitios, ¿eh? Me la voy encontrando todo el rato.
—Fue longeva, sí —respondió Luis riendo—, y la exploración estaba en su punto álgido. Qué tiempos, ¿no?
—Y ¿cómo has dicho que se llamaba el sitio donde están? Livin…
—Livingstone, muchacho, tatúate ese nombre en el cerebro para pasearte por Zambia. El explorador David Livingstone se dejó el corazón en estas tierras.
—Vale, vale, no te pongas así. Ya lo recuerdo, él descubrió las cataratas, claro…
—Nos las descubrió a nosotros, sí, a Occidente, hace 165 años en este 2020 extraño. ¿Sabes cómo las llamaban los nativos antes de que tu reina favorita se adueñara de su nombre? El humo que truena, ya verás por qué…
—Este Livingstone estuvo también en Zanzíbar, ¿no? A mí me suena…
—¡Claro! Allí emprendiste tu aventura, casi lo olvidaba. Cuando te he dicho que se dejó el corazón… bueno, era verdad. Murió al norte, casi en la frontera con el Congo, cuando todo esto se llamaba Rodesia del Norte y no Zambia. Allí enterraron su corazón, pero su cuerpo lo portaron hasta Stone Town a hombros para después enviarlo a Londres. Una hazaña épica, ¿eh? Por eso te suena.
Las carreteras eran ahora más recientes y Luis confirmó con Siame que les quedaba poco para llegar a Livingstone, frontera natural entre el país y Zimbabue.
—Curro, ahora que lleguemos al lodge deja las ventanas de tu cuarto cerradas, dormirás con la mosquitera, supongo, pero aún así. Además, está todo rodeado por un riachuelo y hay cocodrilos. El muchacho palideció.
—¡Es el río Zambeze, hombre! ¿Qué esperabas? Tiene cocodrilos, elefantes, hipopótamos… tú deja las ventanas cerradas, no te preocupes. ¡Ah! Y ponte guapo, tenemos una cita.
El Royal Livingstone Hotel era una quimera en mitad de la aridez de aquellos terrenos. Luis había organizado una pequeña reunión con algún expatriado y varios amigos zambianos, incluyendo al bueno de Siame, y todos narraban su vida en África con la mirada centelleante. Quizá el vino blanco y las cervezas Mosi ayudaban.
—Todos estos sintieron la llamada… y aquí se quedaron, vente fuera un momento.
Curro no sabía de qué llamada hablaba, pero le siguió hasta una enorme terraza cubierta por la penumbra estrellada de la noche. Buscó Orión, como había aprendido a hacer en Gambia, y recordó las palabras de su amigo Marcos acerca de no olvidar nunca quién es uno mismo.
—¿Oyes eso? —le interrumpió Luis.
—Es como… como un rugido…
—Es El humo que truena. Estamos justo encima de las Cataratas Victoria. La piscina del diablo, un pedacito disponible para que los más atrevidos se bañen si quieren, queda por allí —y señaló con el brazo algún punto en la oscuridad—. Ponte el despertador, amigo, mañana madrugamos.
A las seis en punto de la mañana, Curro se despertó con el tic-tac del cocodrilo en los tímpanos, como el Capitán Garfio en Peter Pan. Muchas pesadillas, demasiadas Mosi. Sin darse cuenta de que los minutos iban pasando, la mañana se lanzó al vacío como los osados que practican puenting en el puente cercano a las cataratas: Luis y Curro se levantaron, se encontraron en el desayuno —huevos revueltos, café cargado—, se montaron en el coche y de súbito se estaban embutiendo en trajes como de astronauta, pensaron, para surcar los cielos en una avioneta micro-ligera.
—¡No fastidies, Luis! ¡Esto sí que no me lo esperaba! Pero el cacharro no se ve muy seguro…
—Tú déjate llevar. ¿Para qué está la vida? ¿Qué te dije yo aquella vez?
—Para asumir riesgos.
—Pues eso.
Y así, subidos a un pájaro enclenque de metal, Curro y Luis volaron como vencejos sobre el estrépito del humo que truena: las impresionantes Cataratas Victoria con sus más de 100 metros de altura, el verde de los árboles y el rojizo de los campos, los elefantes en las orillas, bebiendo con cachaza, y la caída del agua y su rebote, que puede alcanzar hasta los 800 metros dependiendo de la estación, formando esa niebla tan característica que cubre el cielo y empapa las miradas.
Curro gritaba y abría los brazos como si fueran las alas de un pájaro. Luis sonreía, viendo aquella barbaridad de agua otra vez. La experiencia de las cataratas es de esas que le marcan a uno en el corazón, lo volvía a corroborar.
Horas más tarde, con el sol escondiéndose entre los árboles, de vuelta en el lodge de los cocodrilos, Luis notó que su amigo lucía un semblante de serenidad que nunca le había visto.
—Y ¿qué? ¿Ya la sientes?
—Siento como…
—Como una llamada en las entrañas, ¿no? Esa es la única África que existe, Curro: la que todos y cada uno de nosotros llevamos dentro.
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