Antes de despedirse de Curro, que marchaba hacia África, Luis y Laura le dijeron: “¿Te acuerdas de la bodega de sake que visitamos en Kitakata? La botella que compramos era para ti, así podrás disfrutarla en compañía de Marcos en Gambia y te acordarás un poquito de nosotros”.

Con este enigmático Mensaje de Marcos, Curro partía de nuevo hacia África: “Curro, acuérdate de mirar al este durante el alba o en el ocaso del sol; es ahí donde encontrarás lo más sagrado, cuando la música, el frenesí de los vehículos, el barullo de los pescadores o las risas de los niños se sosiegan por unos minutos. Y todo vuelve a su camino”.

“No tengo ni la menor idea de lo que voy a ver”, confesó Curro. Por lo que había leído o visto, y en lo poco que aparecía en Youtube, Gambia era lo más parecido a un páramo junto a la costa. Sin selva, sin leones, sin la ‘gracia’ otorgada por Livingstone. No era la primera vez que Curro empacaba hacia este continente, pero sí bajo el Sahara. Aún desconocía olores que más tarde reconocería como el sándalo, la hierba de limón o el sofocante ahumado del pescado.

Ya en el vuelo entró en un estado de nerviosismo constante, desde que la escala en Gran Canaria le obligó a coger un pequeño avión de hélices que martilleaban, y con puntería, los oídos. Poco después Curro llegó a Gambia. Lo primero que experimentó fue un calor y humedad aplastantes que le obligaban a inclinar la cabeza, como si la primera lección fuese una reverencia ante lo que Curro tenía delante. Un pasajero que retornaba a su casa se agachó como para besar el suelo, apoyando la sudorosa frente en el negro e infernal pavimento de la pista de aterrizaje.

Curro y Marcos se saludaron con muchísima ilusión. De repente, entre sonrisas y un desbarajustado grupo de recoge-maletas que parecían pelearse por quién llegaba primero, alguien les gritó: “¡Allanaa Gambia!”. Era su contacto en Gambia, a grito pelado de “Bienvenidos a Gambia”, que les acercó hasta el hotel en el que se hospedaban esa noche.

Hacía un calor axfisiante. No se habían subido todavía a la furgoneta y Curro ya había pedido poner el aire acondicionado al 200 % de su potencia. 

Camino al hotel, y desde la comodidad del refrescante interior del coche, veían pasar siluetas y rostros que les observaban. Curro miraba insólito sin mediar palabra, como cuando descubres algo, de verdad, por primera vez. Era como si lo que pasaba a través del marco negro de la ventana fuese realmente una proyección de fotogramas a gran velocidad. En verdad era un preámbulo de su paso por el país.

Los siguientes días fueron como una elipsis. El tiempo se pasaba volando y los dos viajeros seguían caminando a lo largo del cordón umbilical de Senegal, el río Gambia, que da forma a su vez al país homónimo, ya que sus fronteras están -supuestamente- delimitadas por los proyectiles caídos de los cañonazos de los barcos, en lugar de ‘a punta de compás’. 

“No sé si será verdad, Curro, pero me sigue sonando a ‘divertimento’ de blancos de la época. Otro más”. He aquí, además, uno de los centros de exportación de esclavos más grandes del continente hasta el s. XIX, y que ya no existen, por fortuna, a pesar de excepciones como Mauritania o Corea del Norte. Desde la isla de Kunta Kinteh hasta la isla de Janjabureh, donde los grilletes y cadenas yacen casi abandonados al azar.

Como hormigas en una colonia de 1.8 millones de personas, Curro y Marcos llegaron a la conclusión de que se juntaban absolutamente todas en la entrada de los ferris. Inmensas latas de sardinas donde cada rincón que albergaba escribía su propia historia. Coches, motos, animales, comerciantes, vendedores ambulantes de helado y turistas se juntaban todos allí. Y por supuesto mosquitos. “Curro, tío, ¿cómo no te traes un insecticida?”, vaciló Marcos.

No es muy variada, pero la gastronomía de Gambia es muy sabrosa, prácticamente idéntica a la de su país vecino, y como diría otro de los cientos de holandeses que aquí vienen a pasar sus vacaciones, o como Curro imaginó recordando a van Gaal, “siempre picante, nunca no picante”. Comidas preparadas a base de mijo, maíz y arroz, y con una abundante oferta de pescado fresco (langostinos del Atlántico, lady fish, pez mantequilla, langosta, pez gato, mantarraya…). Entre los platos principales más tradicionales, pertenecientes a diferentes tribus como los wollof o los mandinka, elaborados con pescado y carne, se encuentran el benachin, la domoda o el pollo yassa. Entre los postres destaca el chackri, un preparado de leche, cuscús y coco -similar al arroz con leche-, y entre las bebidas el zumo de babobab y la cerveza JulBrew, que recibe su nombre del martín pescador. 

A la par, es curioso darse cuenta de la gran producción de alcohol que hay en pro del turista occidental, en un país declarado musulmán. Las zonas nocturnas de ocio, como la conocida Senegambia y donde Marcos tuvo que frenar los pies a Curro, disfrutan de la música en vivo, amenizados restaurantes y discotecas sin hora de cierre, donde toma más peso el “Gambia no problem”, un especie de mantra de los gambianos que se hace real en cualquier rincón del país, aún más visible con la constante sonrisa que esboza el rostro de cada uno de ellos. Es por ello que el país se ha ganado el apodo de “la costa de la sonrisa”.

Menos mal que algunos días, por la tarde noche, Marcos y Curro paraban para dejar reposar las piernas y darse un baño de aftersun. Entre quemaduras y picaduras Curro estaba hecho una espumadera. Y es ahí cuando los dos viajeros empezaron a entender los engranajes de esta intrincada máquina, cuando se vio sucedida por una organización casi milimétrica: el salat. En estas últimas horas del día los musulmanes procedían a realizar su quinta y última oración (salat al ishá) mirando al este. El mundo parecía paralizarse, los sentidos se reactivaron y alcanzaron a oír el sonar de las koras, a percibir el olor de la madera tallada por los ebanistas, el de las inminentes cenas, repletas arroz con cordero, pescado o verduras; es cuando los oradores se organizaban de rodillas y la calma se aliaba con el sonido ambiente. 

Una vez terminada la acción, todo volvía a su camino; los agobiantes ahumaderos de pescado, como el de Banjul, donde Curro a poco se desmaya por el fuerte olor, empezaron a apaciguar los más de 40°C de su interior, los pescadores, ataviados con salitradas equipaciones de fútbol, descansaban en las orillas tras haber realizado toda la descarga, y el sonido del tráfico y el bullicio callejero volvían a reinar el sonido ambiente.

Cada noche, el cielo raso desvelaba un manto de estrellas; el auténtico abrigo de las noches en esta parte del mundo. Y en la última, entre todas las estrellas, la constelación de Orión, un único punto a años luz, preciso entre hemisferios, en el que el Curro de ahora y el Curro del futuro podían ver exactamente lo mismo. 

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