“Curro, como sabemos que los dos sois cafeteros antes de despedirnos queremos darte este paquete de café de Nicaragua para que te lo lleves a Brasil y lo disfrutes con Aitor.”

Ya en el avión, Curro disfrutaba del vuelo saboreando en su recuerdo las experiencias vividas con Alba y Guille en Nicaragua. Hasta que, de repente, por la ventanilla empezaron a asomar unos picos rocosos rodeados de vegetación, playas kilométricas y el Cristo Redentor dándole la bienvenida con los brazos abiertos. Signos inequívocos de que estaba llegado a Río de Janeiro.

Curro estaba alucinando con la belleza del paisaje, y es que no esperaba tener el privilegio de observar la impresionante vista aérea de Río. Curro había escuchado decir que la capital carioca es la ciudad en el emplazamiento más bonito del mundo, ¿sería verdad?.

Aitor lo espera a la salida del aeropuerto, ambos se dieron un abrazo y entraron al taxi mientras el anfitrión le contaba a Curro el plan: “Vamos a dejar los bártulos en el hotel y a que te pegues una ducha refrescante porque salimos directos a un Samba da Rua en el centro de Río”.

Ya preparados y rumbo al centro, Aitor le contó a Curro qué era un Samba da Rua “El Samba de la Calle es una fiesta que se hace en la intersección entre dos callejuelas. Justo en el medio se pone a tocar un grupo de Samba, con todos sus instrumentos y sonidos tropicales que harán que tu cuerpo se mueva al ritmo de la música”.

Al bajarse del taxi, enfilaron la Rua do Ouvidor, mientras dejaban a los lados terrazas a rebosar de amigos comiendo y bebiendo al ritmo de la música que llegaba del fondo de la calle. Aitor y Curro se preparaban para lo que iba a ser una noche épica.

Celebrar la vida es un tema que se toman muy en serio las brasileñas y brasileños. Y aunque a la pareja viajera se le hizo corta la noche, llegaron a las tantas al hotel. Pero no tuvieron mucho tiempo para descansar, ya que al día siguiente tocaba madrugar; Aitor tenía una sorpresa preparada.

El hotel estaba en Copacabana, y al despertarse y correr las cortinas de la ventana a Curro casi le da un ataque de Síndrome de Stendhal. La belleza de la playa con la montaña del Pan de Azúcar al fondo le dejó sin aliento.

Para recuperarse del shock y seguir disfrutando de este paisaje único, Curro invitó a Aitor a compartir el exquisito café nicaragüense que le habían regalado Alba y Guille. Estos placeres le quitan la resaca a cualquiera.

“Curro, espero que estés en forma, porque vamos a subir al Morro Dois Irmãos. Y ojo, porque vamos a recorrer toda la playa de Ipanema hasta llegar a la favela de Vidigal, y allí empezaremos a subir montaña arriba por la selva. Quiero enseñarte mi lugar favorito de Río”, le explicó Aitor.

Desde que puso un pie en Brasil, Curro entró en el flow despreocupado y disfrutón del país. Y así recorrieron la playa de Ipanema, observando todos sus contrastes; de ricos y pobres, de blancos, mulatos y negros, de vendedores y compradores, de amigos, familias, parejas y amantes…

Durante el paseo, Curro podía admirar la imponente figura de los Dos Hermanos; los dos picos que vigilan la playa de Ipanema desde uno de sus extremos. Además, encaramada a la montaña, veía una ciudad sin organización, la favela de Vidigal.

Al llegar a Vidigal y ver las angostas rampas que se abren camino favela arriba, Aitor lo tranquilizó diciéndole: “No te preocupes, vamos a subir en mototaxi, ya verás qué divertido”.

Y así, Curro vivió una experiencia doble, la de conocer cómo es la vida en las comunidades brasileñas, y el chute de adrenalina que supone ser la mochila de un motorista experimentado que se cuela por cualquier rincón.

Ya solo faltaba adentrarse en la selva para llegar hasta la cima del hermano más alto. “Mira Curro, estamos a punto de llegar a un lugar mágico, pocos turistas llegan hasta aquí porque requiere cierto esfuerzo, pero es una ruta completísima; combina playa, montaña, selva y además conoces la faceta más sosegada y humilde del país”.

Al llegar al final del camino, Curro solo pudo quedarse boquiabierto. La vista de 360° superaba a lo que había visto desde la ventanilla del avión.

Hacia un lado se veían las playas de Ipanema y Copacabana, el Pan de Azúcar, los picos y playas de la otra orilla de la Bahía de Guanabara y el Cristo Redentor; hacia el otro, la favela de Rocinha, la preciosa playa de Sao Conrado y la Pedra da Gavea con su inconfundible silueta.

Si algo le ha quedado claro a Curro en este viaje es que la silueta de Río es única e inconfundible, ninguna otra ciudad del mundo se ha construido en semejante enclave natural.

Ya de vuelta en la playa, ambos viajeros aprovecharon para recuperar fuerzas y contarse historias de viajes entre agua de coco y caipirinha. Ninguno de los dos quería perder detalle de lo que el otro le contara, y así llegó la hora del atardecer, que tiñe la ciudad de un color dorado.

Además de las batallitas de viajero, Aitor le contó a Curro un poco más sobre la historia de la capital carioca: “Río fue la capital de Brasil durante muchos años, y aunque ahora la veas un poco descuidada, durante la primera mitad del siglo XX esta ciudad fue una de las más bonitas, mejor cuidadas y más glamourosas del mundo”.

Al salir de la playa rumbo al hotel, Aitor se fijó en las chancletas de Curro: “¡Pero hombre! Cómo vas con las chancletas así, si están hechas pedazos, puedes clavarte cualquier cosa, o quedarte sin calzado en cualquier lugar… ¡Están a punto de romperse!”.

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