Corea del Sur: palacios, templos y mercados.

 

“Dile por favor a Cristina de mi parte que te lleve a conocer a las Haenyeo de la isla de Jeju, conociéndote, te encantará hablar con ellas y conocer su historia.”

Curro aterrizó aquella mañana en el Aeropuerto de Incheon, cerca de la capital coreana. No sabía cómo podría reconocer a Cristina. Ella lo sabía y no dudó en aparecer a recogerle llevando en una mano un cartel que decía “si eres Curro, yo soy Kris”. En la otra mano, un vaso con aromático café que entregó a nuestro viajero. “Espero que te guste el café, los coreanos lo adoran y ya verás cuantas cafeterías encontramos en nuestro viaje de las que sale un aroma maravilloso”.

Mientras hablaban, Kris le apremiaba a caminar deprisa. Tenían que subir al tren que les llevaría a Busan, al sur del país.

“No sabes cuanto me alegra tenerte en Corea del Sur, Curro. Aprovecha el viaje para disfrutar el bello paisaje coreano. Verás que es muy montañoso y verde. Dicen los coreanos que su país parece pequeño, pero que sí aplanaran todas estas montañas, su territorio sería tan grande como China.”

En menos de tres horas Curro y Kris habían llegado a su destino. Dejaron los equipajes en el hotel y empezaron a recorrer la ciudad. Ella le explicaba que le había querido llevar hasta esta gran ciudad coreana por dos motivos diferentes. Uno de ellos era visitar Jagalchi. El mayor mercado de pescado del país. Pasearon entre los puestos que vendían pescado seco en el exterior y luego entraron en el edificio ocupado por los puestos de pescado fresco. Más que fresco. En Jagalchi, gran parte del pescado se mantiene vivo hasta que es vendido. Curro estaba tan sorprendido por la agilidad con la que algunas mujeres limpiaban anguilas una tras otra que no dio cuenta de que Kris estaba comprando pescado. Un pescado que les cocinaron en el momento por unos pocos wones en la planta superior del propio mercado.

“Curro, ahora que tenemos la tripa llena, vamos a conocer el segundo lugar que quiero que veas en Busan. Es uno de los pocos templos de Corea construidos junto al mar. Su nombre es Haedong Yonggungsa”

Tras un corto viaje en autobús y un pequeño paseo entre enormes esculturas que representan los signos zodiacales de la filosofía oriental, Curro y Kris comenzaron a bajar por una escaleras. Según se acercaban al mar, el sonido de las olas rompiendo en los acantilados se iba mezclando con los cantos budistas que salían de un templo que aún no veían. “No es el templo más impresionante de los que verás en este viaje, pero ¿no te parece que tiene algo mágico?”. Curro animó a su compañera de viaje a tomarse un descanso, sentarse sobre una roca y disfrutar de ese momento de calma mientras se dejaban envolver por los mantras budistas y el sonido del mar.

Esa noche, tras cenar unas patitas de cerdo y tomar una cervezas Hite en Gwangbok-ro, se fueron a descansar. Al día siguiente estarían en ruta de nuevo, esta vez hacia el centro del país. Su destino sería Daegu.

“Cuando lleguemos a Daegu pondremos rumbo directamente a uno de los templos más importantes ​que ver en Corea del Sur.​ Se trata del Templo Haeinsa. Es uno de los lugares Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO y en su interior se guarda uno de los grandes tesoros coreanos: la Tripitaka​. ​Curro quiso poner cara de saber de lo que le estaba hablando Kris, pero al final pensó que para qué hacerse el interesante, y le pidió a su compañera que le contara qué era aquello con ese nombre que casi sonaba a juego de trileros. Ella prometió hablarle de ello una vez llegaran al templo.

Curro estaba encantado subiendo aquella montaña por la que bajaba un río y en la que cada cierto tiempo aparecía un templete o una figura budista. Una vez en el Templo Haeinsa, se dejó sorprender por cada edificio, por cada detalle, por las zonas ajardinadas y por las bellas puertas que cerraban cada estructura.

En la parte más alta, les esperaba un extraño edificio rodeado de ventanas con rejas de madera. “Aquí está la Tripitaka. La versión completa más antigua de los preceptos y escrituras budistas en caracteres chinos. Está escrita sobre 81.340 tablas de magnolio, cada una de ellas de 70 cm de largo. El pabellón se diseñó para mantener la humedad y temperatura que necesitan estas tablas.” Curro se animó a rodear todo el edificio buscando la ventana perfecta desde la que poder ver un poquito mejor ese tesoro guardado con tanto mimo.

“Tenemos que volver a Daegu, Curro. Nos vamos a Seúl y hay que llegar a dormir allí. Hay mucho que hacer en la capital de Corea del Sur y tenemos que aprovechar el tiempo”. Mientras viajaban hacia su último destino en el país, el vaivén del tren adormeció a Curro que no dejó de soñar con aquellas tablas que tardaron 16 años en finalizarse.

La mañana siguiente lucía el sol en Seúl. Curro estaba deseando conocer la ciudad, una gran metrópoli en la que Kris le había contado que se mezclan tradición y modernidad de una forma muy atractiva. Tenían por delante un par de días para descubrir lo mejor de la ciudad. Curro quería verlo todo, pero era imposible. Seúl es una ciudad enorme con tantos atractivos que haría falta mínimo una semana para poder la mayoría.

Kris quería que Curro tuviera una imagen lo más amplia posible de la capital de Corea del Sur. Decidió que lo primero sería conocer algunos de sus seis palacios, y entre todos ellos pusieron rumbo a Changdeokgung y su jardín secreto. Juntos deambularon entre las distintas construcciones: puentes de piedra, el salón de audiencias, los aposentos reales… También se sumaron a la visita guiada del jardín secreto, un remanso de paz y un lugar único qué ver en Seúl​.

Curro había oído hablar de un barrio de Seúl en el que se conservan las tradicionales viviendas coreanas, los hanok. “Seguramente sea Bukchon, es uno de los barrios más turísticos de la ciudad.” Callejeando entre comercios, a Curro le llamaron la atención la cantidad de cámaras de seguridad colgadas de farolas y semáforos. Hasta los coches tenían la suya propia en el interior. “A mi también me llamó mucho la atención el tema de la cámaras, tanto como la ausencia de policía. No se si este país será seguro por la educación de su gente o porque se sienten tan vigilados que no se atreven a delinquir”, comentó Kris.

Una vez en Bukchon, en la parte más antigua del barrio, Curro pudo disfrutar de esa imagen en la que una larga calle rodeada de casas tradicionales acaba en una vista de los altos edificios de cristal. “Kris, ¿por qué hay tantas chicas vestidas así?”, preguntó Curro. “Es el traje tradicional de Corea, el hanbok. Resulta un poco raro ver a chicas y chicos así vestidos, pero para ellos es normal alquilar uno de estos bonitos trajes y salir a hacerse fotos en los rincones más bonitos de la ciudad.”

La última noche en Seúl, Kris le ofreció a Curro dos opciones para ir a cenar. Una de ellas era acudir a un local a cenar pulpitos vivos. La otra, el mercado Gwangjang. La cara de horror de Curro lo dijo todo, así que paseando junto al arroyo Cheonggyecheon, pusieron rumbo al mercado. Kris le dijo que era uno de sus lugares preferidos para comer en Seúl. Un lugar desenfadado en el que disfrutar de comida tradicional por poco dinero y experimentar la cultura coreana de la comida callejera. Pidieron pescado crudo rebanado, gimbap, sundae gukbap, kalguksu y hasta un delicioso bibimbap. Bebieron cervezas Cass y brindaron por ellos y por Corea del Sur con soju, un licor típico hecho de extracto de arroz.

A la mañana siguiente, Kris llevó a Curro hasta la cápsula del tiempo del Monte Namsan. En el año 1994 se guardaron en su interior más de 600 objetos de uso cotidiano que saldrán de nuevo a la luz en el año 2394. “Ni tú ni yo, Curro, estaremos aquí para verlo, pero sería genial que hicieras tu propia cápsula de tiempo con objetos de tu vuelta al mundo. ¿Te imaginas las caras de tus bisnietos cuando la abran dentro de varias décadas?. Decirte que siento no haber tenido tiempo para ir contigo a conocer a las ​Haenyeo de la isla de Jeju​, pero ahora tienes que continuar tu viaje a la Antártida.”

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