«Te dejo en manos de Alexis, que ha recorrido buena parte del mundo y te va acompañar por Bogotá, capital del país de la Sabrosura, allí pídele que te lleve a pasear por La Candelaria y sus hechizantes grafitis».

“¡Bienvenido al país del realismo mágico, querido Curro!”, le dijo Alexis, mientras le daba un abrazo a su llegada al aeropuerto de El Dorado. “¿Estás preparado para vivir esta ciudad intensamente, como si fueras un personaje de García Márquez?”. Curro asintió con la cabeza y bromeando suplicó: “Sólo necesito un buen café y arrancamos”. “¡Estás en el país del café, eso está hecho! Recarga energía porque no vas a parar ni un minuto, le he prometido a Macarena que vivirás sabrosas y coloridas experiencias…”.

Mientras tomaban un tinto (café solo), Alexis le contaba a Curro que en Bogotá reside gente de todas partes del país, lo que incrementa su diversidad y enriquece sus calles. “Procedan de donde procedan, sea cual sea su historia, sean rolos o cachacos, los bogotanos te tratarán bien, con amabilidad y buena onda. Esta es una de sus características, te van a considerar su vecino y eso te hará sentir como en casa”.

Tras el café, la aventura comenzó en el centro histórico. Había bullicio. Mucha gente caminando rápido y coches circulando por las vías, diferenciadas como calles y carreras. A Curro le impresionó la grandiosa Plaza de Bolívar. Esta zona reúne muchos museos, como el de Botero. Se llama La Candelaria y en ella se encuentra el famoso Chorro de Quevedo, una plazoleta donde se reúne la gente joven. Perdidos por sus callejuelas empedradas, muy coloniales, recorrieron tiendecitas de artesanía, vieron los grafitis que dan vida a las paredes, como el icónico mural Kuna Tule de Carlos Trilleras, y Curro probó la chicha, una bebida indígena muy popular, mientras disfrutaban del rincón más bohemio de Bogotá.

“No sé tú, pero para mí es esencial cuando viajo degustar la gastronomía local. Por eso, te aconsejo que no dejes de probar la bandeja paisa”, casi le ordenó Alexis, advirtiéndole de que “es mejor pedirla para almorzar, pues los once ingredientes que lleva el plato no dejan con hambre precisamente”. Y entre bocado y bocado, ambos repasaron los principales manjares del país, desde el pandebono al patacón con hogao, pasando por el ajiaco (deliciosa sopa con pollo, patatas y mazorca), el tamal, la lechona, el patacón pisao (con carne mechada encima) o la famosa “arepa e huevo”. Así se pronuncia esta arepa de maíz rellena de huevo y frita que se come en plena calle, porque así se disfruta mucho más.

Un paseo por el Parque de la 93 se hacía necesario para digerir una jornada intensa de emociones e ingredientes. Esta amplia zona verde, en Chapinero, es imprescindible para cualquier viajero al que le agrade pasear, relajarse y disfrutar de exposiciones, conciertos e incluso comprar algún libro. Curro estaba exhausto. Tocaba descansar porque de buena mañana el plan era exigente: subir a Monserrate.

“Tranquilo, no es necesario que lo hagamos a pie o en bici como muchos lugareños, que suben este cerro los domingos para hacer un poco de ejercicio”, bromeó Alexis. Así que usaron el teleférico, desde donde las vistas ya insinuaban la majestuosidad del lugar. “Es muy curioso lo lejos que puede estar una ciudad de otra y, paradójicamente, lo cerca que están. ¿No te recuerda algo el nombre de esta montaña? No me respondas ahora, hazlo cuando lleguemos arriba”, reflexionaba Alexis. Pero arriba, a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, Curro se quedó sin habla. En lo alto del cerro, divisó una iglesia y, en su interior, le esperaba una imagen de la virgen de Montserrat, la Moreneta. A sus pies, la inmensa Bogotá. Fue entonces cuando entendió que todos formamos parte de un mismo todo.

Curro pensaba que nada le podía impresionar más que esa panorámica, pero otra sorpresa le aguardaba al atardecer. “Conocerás la ciudad desde una perspectiva más…”, le dijo Alexis. Y así emprendieron rumbo a La Calera, un municipio que está a una media hora en coche. De nuevo, desde las alturas, la tradición mandaba disfrutar de las vistas bebiendo un buen canelazo (una mezcla de aguardiente, panela y canela, servida bien caliente en una jarrita de barro), pero ese mandato lo hicieron con gusto, pues caía la noche y la fina brisa iba haciendo mella en el cuerpo. Y así, recordando viejas aventuras, brindaron desde uno de los mejores miradores nocturnos de Bogotá.

Al día siguiente, tras desayunar unos huevos pericos y una taza de chocolate caliente, el destino fue el Parque Simón Bolívar, el más grande de todo Bogotá. A él acuden familias, parejas, amigos, uno solo, es decir, absolutamente todos, con el objetivo de pasear, descansar, tomar el sol o respirar un aire más puro. Mientras las cometas volaban, se sentaron y disfrutaron del placer de no hacer nada. Curro se quedó observando el cielo un buen rato, con esas nubes tan próximas y enormes. El sol pegaba duro, pero no era una garantía, algunas gotas de lluvia y el viento fresco de la tarde noche estaban cerca, pues por algo se dice que en Bogotá se pueden vivir las cuatro estaciones del año en un mismo día. 

Curro estaba saboreando cada lugar, cada rincón de una metrópoli que no dejaba de sorprenderle y le ofrecía nuevas emociones. Como la que le esperaba en una chiva rumbera, un auténtico y colorido bus de la fiesta que recorre los principales lugares turísticos. Así, inmerso en vallenatos, salsa y otras músicas tradicionales colombianas, descubrió Usaquén y su ambiente nocturno, y también el lado más cosmopolita en la Zona Rosa, una confluencia de calles peatonales en forma de T donde se ubican marcas, restaurantes y lugares de copas. 

Sin pretenderlo, Curro se había enamorado de Bogotá y no dejaba de recordar aquel viejo eslogan turístico del que le había hablado Alexis. “En Colombia, el riesgo es que te quieras quedar”. Quería quedarse para siempre, pero una nueva aventura le esperaba en el país de la pura vida.

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